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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Copiones todos

Javier Marías

El papanatismo español hacia lo estadounidense es penoso. Aquí se celebra Halloween, y ya ha habido amagos de reunirse a comer pavo en Thanksgiving

ESPAÑA SE HA CONVERTIDO en uno de los países más ridículos del planeta. Quizá esto no sea una novedad para muchos, entre los que desde luego me cuento. Pero la ridiculez ha alcanzado su máximo (bueno, nunca se sabe) en los últimos años. Por un lado, todo el mundo anda proclamando a voces su “diferencia” respecto a los vecinos con los que llevan siglos mezclándose y de los que apenas se distinguen. Los vascos y los catalanes pretenden ser directamente “insondables” para cualquiera no nacido en sus territorios y sin una raigambre pura. Aspiran a ser “incomprensibles”, un arcano para el resto, cuando resultan muy simples. Por su parte, bastantes de los demás españoles vitorean a un par de partidos (el PP y Vox) que sueltan sandeces del tipo “España es lo más grande que hay” o “Ser español es cosa seria”. Estos individuos están tan trastornados que últimamente reivindican como el colmo de la españolidad… la caza, como si esa actividad no se hubiera practicado desde la noche de los tiempos en todos los puntos del globo. La absoluta ridiculez radica en que todas esas pretensiones son falsas, las de los catalanes, los vascos, los andaluces y los madrileños. Hace demasiados años que España es una mera colonia voluntaria y servil de los Estados Unidos, y que el anhelo de mis compatriotas es, ya que no serlo (de momento es imposible), sentirse americanos y vivir como ellos.

Viniendo esta aspiración ya de antiguo, nada debería haberme sorprendido, y sin embargo me quedé atónito hace unas semanas, al ver que TVE estaba retransmitiendo, íntegramente y en directo, el debate del Estado de la Unión. Bien es verdad que era por la noche tarde, pero eso se debía más al desfase horario con los Estados Unidos que a la necesidad de rellenar con “algo” la programación de madrugada. Si lo del Estado de la Unión hubiera coincidido con nuestro mediodía, se habría interrumpido lo habitual a esa hora para ofrecérnoslo. Esto bajo una TVE socialista. ¿Nos importa lo más mínimo ese soporífero debate de un país extranjero y lejano, cuyo protagonismo recae hoy en día en un perturbado profundo, Trump, que jamás ha dicho nada ni veraz ni interesante? ¿Nos habrían televisado el equivalente a esa sesión en Gran Bretaña, Francia, Alemania o Italia? ¿En nuestro propio Congreso o en el Parlament de Cataluña? Ah, no, que éste lleva toda la legislatura cerrado por decisión de los independentistas, que así demuestran lo democráticos que son y lo mucho que escuchan a todo su pueblo.

El papanatismo español hacia lo estadounidense es penoso, y, en vez de quererse independizar algunas regiones, deberíamos todos solicitar convertirnos —por favor, por favor— en el 51º Estado americano. Aquí la gente celebra miméticamente Halloween, y el Black Friday, y el Cyber Monday, y ya ha habido amagos de reunirse a comer pavo en Thanksgiving (todo se andará, y se obligará al Rey a indultar a un par de aves). Ya hay fanáticos del fútbol con casco, deporte poco menos complicado que el baseball, y no son pocos los que trasnochan para no perderse la Superbowl y hablar de ella como si llevaran décadas siguiéndola. Lo mismo ocurre con los Óscars, claro, que cada año que pasa premian más horrores: entre los actores y actrices, a alguien que ha engordado o enfeecido para su papel, o al que han echado toneladas de maquillaje y prótesis para que se parezca a un personaje real al que en nada se parece; si antes fue Oldman mal disfrazado de Churchill, ahora son Bale y Amy Adams con caretas de Cheney y su señora, y un tal Malek con bigote y pómulos de Freddie Mercury. Pero también vivimos pendientes de los Globos de Oro, los Grammy, los Tony, los MTV, los Flocky, los Flicky y hasta los Razzie al peor cine. Las embarazadas organizan las llamadas “baby showers”, estúpidas fiestas en las que se hacen regalos a los nonatos (y de la veneración por las mascotas, otra importación, mejor no hablemos). En las bodas y “rebodas” se pronuncian sonrojantes discursos como los vistos en las comedias cursis o zafias (todas sin gracia) que de ultramar nos llegan. En la televisión, todo el mundo finge emocionarse y lloriquea, también a la usanza estadounidense: salen una señora o un joven, dicen “Es que yo quiero mucho a mi nieto o a mi abuela”, y les caen lagrimones por eso. Del uso ignorante y continuo del inglés, qué decir. Recibo invitaciones tan catetas que ponen “Save the Date” y “Dress Code”, así, tal cual, en vez de los más sensatos y naturales “Reserve la fecha” y “Etiqueta”. Los horteras pretenciosos espolvorean sus diálogos o columnas de “targets”, “deadlines”, “mainstream”, “backstages” y “speechwriters”, creyendo —es lo más grave— que en castellano o catalán no hay forma de decir eso. Hace poco oí a una estulta hablar del “agregado” para referirse al marcador total o global de una eliminatoria futbolística. Una lastimosa traslación de “aggregate score”, que es como se dice en inglés lo que acabo de escribir en mi lengua. ¿Los catalanes, los vascos, los españoles en general son únicos y tan originales que la emoción de su singularidad los abruma? Por favor, todos copiones patéticos del país más bobo de nuestra era.

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